Este cuento comienza en un pequeño pueblo de montaña de España, en uno habitado sólo por unos cientos de habitantes. En ese pueblo había una niña que veía pasar los días de forma lenta. De lunes a viernes apenas tenía ilusión ni motivación alguna: la monotonía de la aldea podía con ella. Pero los fines de semana se le hacían cortos. Hacía todas las tareas el viernes por la tarde para poder marchar el sábado bien temprano a casa de sus tíos, que vivían en una finca alejada, a mayor altitud, y así poder prestar toda su atención a lo que sucedía a su alrededor: los animales, el sol en su cara, el olor de la hierba… Regresaba el domingo bien entrada la tarde cuando le recogía su madre, que trabajaba también los fines de semana.

Le encantaba pasar el fin de semana allí y disfrutar a ratos de la naturaleza en soledad: se imaginaba a sí misma recorriendo todas aquellas montañas, hasta donde le alcanzaba la vista, y su curiosidad le hacía preguntarse qué habría más allá… De nuevo el lunes la niña caminaba cabizbaja a la escuela y una tímida lágrima de resignación quería rodar por su mejilla.

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Pasaron unos años y la niña vivía de lunes a viernes inmersa en la realidad monótona del lugar. Pero en su interior guardaba en secreto un sentimiento de pena para no alarmar a su madre y evitarle preocupaciones innecesarias. Así la niña cursó sus estudios de secundaria, esperando con impaciencia los fines de semana en la casa de la montaña, donde podía soñar sin límites y sentirse libre, aunque fuera por tiempo limitado, donde los paisajes se llenaban de color, donde la naturaleza lo envolvía todo y ¡la vida se podía sentir a cada paso!

Un mal día la madre de la niña enfermó y su luz se apagó. Los días dejaron de tener color y transcurrían lentos, todos, era como si viviera dentro de una película antigua, en blanco y negro. Entre semana vivía en la misma casa para poder ir a la escuela y los fines de semana se marchaba a la montaña para dar esos paseos infinitos que antes la llenaban de alegría y le hacían sentir viva, pero que ya no le alegraban como antes, sentía dolor en el pecho producto de la pérdida, pero había algo más, algo le gritaba desde dentro que la vida era más y que había un mundo ahí fuera dispuesto a sorprenderle.

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El verano que terminó la secundaria lo pasó también en la finca de sus tíos. Una vez a la semana, hacía excursiones de 3 o 4 días por los alrededores provista de agua, unas pocas provisiones y su saco de dormir. Le encantaba dormirse mirando las estrellas mientras imaginaba cómo se verían en la parte opuesta del mundo.

Su curiosidad por ver qué había más allá crecía y crecía. Había estudiado geografía y muchas cosas más, pero sólo lo había visto en los libros y, por experiencia propia, sabía que las palabras a menudo se quedaban cortas para describir los paisajes, la naturaleza, los animales, las sensaciones… ¡Quería descubrir si las imágenes que había visto en los libros eran reales! Quería experimentar, ver el mundo con sus propios ojos y llenarse de sensaciones. Pocos libros hablaban de qué se siente al ver algo por primera vez y eso precisamente era lo que le fascinaba: sorprenderse al ver y experimentar lugares nuevos, lugares que no había visto antes, lugares con los que había soñado una y mil veces. ¡Quería vivir esos lugares!

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El verano estaba terminando y decidió preparar la mochila para hacer una excursión más larga. Estaría alrededor de 15 días explorando lugares desconocidos para ella. A la vuelta ya decidiría qué hacer con su vida. Utilizaría 7 días para la ida y 7 para la vuelta, y no pasaría por el mismo lugar dos veces.

La noche antes de partir sentía el corazón desbocado, apenas pudo dormir y, para distraerse, repasó varias veces en qué lugares debía desviarse para recorrer nuevos senderos y descubrir zonas del río en las que no había estado nunca. ¡Quería llegar a su nacimiento! Había imaginado mentalmente cada tramo recorrido por ese agua y quería verlo con sus propios ojos, tocarlo, olerlo, sentirlo… vivirlo.

Y así comenzó su viaje. Al décimo día, y después de haber recorrido más kilómetros de los previstos, se percató de que tendría que haber emprendido el viaje de vuelta y se sorprendió a sí misma al darse cuenta de que no quería regresar, al menos aún no. Quería seguir viajando, pero más despacio. Todo era tan nuevo para ella que le costaba a veces asimilar todas las sensaciones que le producían los lugares que había visitado: una ciudad en la que no pudo pasar más que una tarde y que le llenó de curiosidad, todos esos parajes naturales que la dejaron sin aliento y en los que no se pudo detener demasiado, la pequeña aldea costera en la que estaba en ese momento y su gente encantadora… Y decidió que viajaría por Europa una temporada, despacio, a un ritmo que le permitiera observar no sólo el mundo, quería también saber qué estaba pasando en él, empaparse de cada sensación y captar la esencia de cada tramo del camino. ¡Quería sentir el mundo! ¡Escuchar sus latidos! Sí, era una romántica… una enamorada de la vida.

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El dinero le alcanzaba para seguir viajando una buena temporada y la pequeña casita en que había vivido durante su niñez apenas tenía gastos. Así que llamó a sus tíos, con los que hablaba cada pocos días, y les explicó cuáles eran sus intenciones: se tomaría un tiempo para viajar y recorrer Europa, aunque en realidad ya sabía que le sabría a poco, pero de eso no les dijo nada, claro. Sus tíos pusieron el grito en el cielo, pero les tranquilizó la promesa de que, pasado un tiempo, volvería para quedarse.

Recorrió Europa a pie, en bus y también en tren. Evitaba el avión por el coste y porque no tenía prisa, así podía apreciar mejor los cambios: de paisajes, de las dimensiones de las construcciones, de los rasgos de las gentes… Cada 15 días aproximadamente se ponía en marcha de nuevo y le gustaba escribir en una libreta cada lugar que le había cautivado, por qué y la ubicación del sitio en cuestión. Así fue viajando por España, Francia, Bélgica, e infinidad de países más, mientras iba descubriendo también mil vestigios de la Historia en el Viejo Continente. Y fue paseando por Praga cuando conoció a un chico holandés con el que compartiría el resto de su viaje por Europa y una historia de amor apasionada. Su primera historia de amor.

Seguirían caminos diferentes tres años más tarde, cuando empezaron a tener conflictos sobre cómo veían la vida, pero sobre todo, cómo veían su futuro en común. Esto llevó a nuestra niña, hoy ya mujer, a establecerse en Estambul por unos meses en los que se dispuso a examinar sus cuentas y otros aspectos personales. Había gastado más de lo que pensaba en estos años y necesitaba generar ingresos porque si no tendría que dar por finalizado el viaje y ella no quería finalizarlo. ¡Era lo último que quería! Se había prendado de la sensación de libertad que le proporcionaba el viaje y no estaba dispuesta a renunciar así como así.

Se le ocurrió recopilar todas sus notas de viaje en un libro que, por fortuna, una editorial experta en guías de viaje le publicó y tuvo gran acogida entre el público hispanohablante, jamás imaginó que aquello pudiera pasar. ¡Había encontrado una forma de poder seguir viajando y seguir viajando podía dar lugar a un segundo libro! Continuó su viaje recorriendo parte de Rusia y después Mongolia, China, Laos… Se encontraba en Vietnam cuando tuvo que volver repentinamente a España porque su tío enfermó gravemente. Era la primera vez que cogía un avión, algo desconocido para ella.

Le fascinó la sensación de surcar los cielos y la nueva perspectiva de verlo todo desde tantísima altitud. Cuando llegó al hospital encontró a su tío despierto, levantándose de la cama. “Hija, ¡qué alegría verte!”, le dijo con una sonrisa dibujada en la cara. Se fundieron en un abrazo al que en seguida se unió su tía, que entraba por la puerta un momento después. Todo quedó en un susto y, un par de días después, el enfermo se pudo marchar a casa. ¡Todos daban gracias a la vida por ello!

Se quedó un par de meses con su familia, en aquel paraje verde que le vio crecer. Por las mañanas retomó sus interminables paseos por el monte, por las tardes ayudaba a sus tíos con los animales y después de cenar, trabajaba en una guía de lugares con encanto que le habían encargado. Aquellas semanas se le antojaron cortas entre colores, sonidos y recuerdos, muchos muchos recuerdos. «Curiosa lo subjetiva que es la percepción del tiempo…», pensó una mañana al caminar por uno de los senderos verdes que serpenteaban por un pequeño bosque, ya de vuelta hacia el hogar.

Cuando terminó aquel trabajo quiso volver a Asia. Extrañaba mucho su misticismo, su culto a la meditación, el contraste cultural y visual, el ritmo de la vida allí y, sobre todo, la curiosidad sobre la incertidumbre de no saber qué le sorprendería ese día: la aventura. «Asia…», suspiró y pensó en retomar el viaje justo donde lo había dejado, pero un correo electrónico que recibió aquella noche le hizo cambiar de opinión.

Un amigo le invitaba a pasar una temporada en Islandia. «¡Guau!… Islandia…«, pensó, la idea cada vez le fascinaba más. Total, que cogió un avión y experimentó de nuevo la sensación de surcar los cielos. Una vez más se dejó seducir por su amor a lo desconocido, a la aventura, y por las preciosas vistas que le ofrecía su ventanilla en aquel momento. Durmió un poco y soñó con los cientos (¡o miles!) de lugares que pisaría, con todas las maravillas naturales que disfrutaría, los curiosos animales que vería en libertad…

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Islandia sencillamente le encantó. Su magia le hechizó por completo al poner el primer pie allí. Jamás supo describir aquella sensación y la llamó así porque era como si algo o alguien de allí hubiera lanzado un dulce conjuro hacia ella con la intención de que cada rincón de la isla le llenara de una ilusión inmensa. Allí colaboró en un proyecto de conservación medioambiental mientras seguía escribiendo. Descubrió en aquellos días la cooperación, de la mano de un islandés por el que perdió la cabeza. ¡Ay, el amor! Su pareja era guía de montaña y además colaboraba en un proyecto sin ánimo de lucro sobre aplicaciones de la energía geotérmica. El tema le interesó enormemente. Le fascinaba esta energía renovable y cómo los islandeses le sacaban partido. Bueno, en realidad, le fascinaba todo de aquel país. La primera vez que vio una aurora boreal sintió como su corazón se paraba por un momento, el tiempo se detuvo, una experiencia realmente mágica.

Pasó aquellos días en la granja de sus suegros, cerca de Laugarvatn. Fue allí donde aprendió a conducir, curiosamente no había sentido esa necesidad antes. Pero allí… ¡había tanto que ver sólo accesible con un vehículo todoterreno! El clima era muy inestable y hacer trayectos largos a pie no era recomendable a no ser que conocieras bien las rutas y los refugios y, aún así, podía resultar muy duro. Con el todoterreno lo mismo, pero experimentaba un tipo de libertad muy distinta a la que había sentido hasta ahora. Se sentía más viva que nunca. Colaboraba un par de días por semana en el proyecto y el resto del tiempo hacía rutas sola o con su pareja, también a pie, siempre que el tiempo se lo permitía. Otros días, más tranquilos, se pasaba horas contemplando los caballos, ajenos algunas veces por completo a aquella mujer que los observaba y también curiosos, en otros momentos, se acercaban a conocer a su admiradora.

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Aquel proyecto y aquel hombre a los que amaba de forma incondicional, le llevaron después a Nueva Zelanda, por la similitud de ecosistemas, para colaborar en otro proyecto del mismo tipo. Descubrió al pueblo maorí, cuya forma de vida le resultó fascinante. Durante aquella época alimentó sus sentidos con maravillas naturales que le marcaron para siempre y siguió en contacto con animales, observarlos hacía los días únicos y diferentes entre sí, cada día era una nueva aventura y ¡le encantaba!

Misteriosos volcanes que despertaban temor y curiosidad. Cascadas impresionantes que derramaban masas de agua constantemente, otras más modestas lucían altas y elegantes, pero no menos juguetonas, todas ellas bajaban acariciando las piedras que encontraban a su paso. Delicados suelos multicolor que sencillamente parecían irreales. Exóticos y delicados animales que vivían libremente, cortaban la respiración del humano que se hallaba en los alrededores, como si de seres mitológicos se tratasen. Milenarios glaciares que intentaban avanzar trazando su propia estructura despreocupados, sin ser conscientes de su propia magnitud. Géiseres poderosos que alimentaban la ilusión del ojo que impaciente esperaba su espectáculo. Ríos y lagunas de aguas templadas que hacían preguntarse al bañista si estaba viviendo un sueño al meterse en el agua, cuando la temperatura exterior no superaba los cero grados. Una vorágine de sensaciones extremas muy intensas le invadió por completo en aquellos dos países que le dieron y le enseñaron tanto… ¡Los vivió con tanta energía!

Después de aquello, pasó gran parte de su edad adulta colaborando en diferentes proyectos en África y en América del Sur, ayudando a personas que habían tenido menos suerte que ella en la vida. Así descubrió la esencia del ser humano, la calidez de las sonrisas y la verdadera bondad de las personas. Personas amables de tribus ancestrales que le abrían las puertas de sus humildes hogares y le invitaban a su mesa a cambio de su sonrisa y agradecimiento, apenas entendía algo de lo que decían, pero su corazón le decía que aquello era bueno, que aquellas personas eran increíbles por ofrecerle a ella su comida teniendo tan poco… ¿o realmente tenían únicamente lo que necesitaban porque así sentían su relación con el mundo?

Por supuesto, siguió viajando y recopilando información para la novela que escribió durante aquel periodo: “EL PODER DE LA SONRISA”, una crítica general a la falsa imagen mundial que los medios se empeñaban en mostrar. “Teme a lo desconocido, te puede sorprender. Teme al mundo, y a todo lo que te puede ofrecer.”, se leía en la contraportada. En estos años también compartió vida e ilusiones con 2 hombres, uno por continente… ¡Qué cosas! Ambos eran amantes de la vida, de la buena cocina y de la naturaleza en su estado más virgen, amor que ella sentía desde siempre y pudo compartir con ambos, de diferente manera. La vida transcurrió pausada y fácil durante este periodo, pero aún así muy divertida.

Donó parte de los beneficios de aquella novela a un proyecto en el que trabajó en Madagascar y que le había tocado especialmente el corazón: la construcción de una residencia femenina al lado de la escuela para que las muchachas de familias humildes de una zona rural pudieran acceder a la educación secundaria. La mayoría de estas niñas vivían en zonas retiradas y no iban a la escuela porque anochecía antes de que pudieran llegar a sus humildes hogares. Sintió enorme alegría cuando vio por fin el edificio terminado. La residencia alojaba a estas muchachas de lunes a viernes y eso le dio qué pensar… ¿Tendrían estas muchachas la misma sensación que sentía ella de niña cuándo iba cabizbaja a la escuela? La verdad es que se les veía felices, pero qué podía saber ella de aquellas niñas que conocía apenas hacía un año…

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En ese momento sintió ganas de regresar al lugar donde pasó su niñez y, a los pocos días, emprendió el viaje de vuelta. Durante el camino, miles de lugares y momentos pasaban por su mente como si el destino quisiera recordarle quién era a través de cada experiencia vivida. Se sorprendió a sí misma sonriendo al recordar a todas las personas que había conocido y que había amado, y se preguntó a cuántas personas sería capaz de amar un ser humano. “El amor es infinito”, se dijo. Había tenido cuatro parejas y había amado a los cuatro con locura, pero también sabía estar sola. Se conocía bien, sabía escucharse a sí misma, se respetaba y adoraba tener momentos de soledad. Se sintió afortunada también.

Y por fin llegó al lugar que le vio crecer. Fue a visitar a una amiga de la infancia con la que había mantenido el contacto todos estos años y pasó un par de días con ella y su familia. Tenía 3 hijos que le habían regalado 5 nietos, se le veía muy feliz y orgullosa de la familia que había construido. Ambas mujeres se pasaron esos días contando anécdotas, rodeadas por la calidez y la mirada curiosa de los otros miembros de la familia que, de cuando en cuando, les lanzaban alguna pregunta más allá del propio relato.

Una de esas preguntas le hizo pensar largo rato antes de poder darle respuesta. Uno de los nietos de su amiga, el que parecía más ausente durante los relatos, le preguntó con desgana si había aprendido algo que no hubiera podido hacer de haber vivido su vida de una forma más estática, más normal. “Normal…”, pensó, “¿qué entendería este muchacho por normal?”. Si algo había aprendido es que los conceptos que tienen las personas sobre las cosas cambian muchísimo de un lado a otro del mundo… Cogió aire y se dispuso a responderle. “Sin duda”, le dijo.

“He aprendido que el mundo es un lugar seguro y no es tan grande como podemos pensar, que está vivo y que, como todo ser vivo, puede morir y extinguirse. También he aprendido que el ser humano, en general, es un ser bueno, pero no es consciente de que si no consigue encontrar el equilibrio entre su egoísta ambición y el lugar que le corresponde en el mundo, lo acabará destruyendo.»

El mismo muchacho se rascó la cabeza y balbuceó algo sobre las personas de avanzada edad. Ella sonrió y no contestó. Poco le importaba lo que otros pudieran opinar. Había vivido la vida que ella había querido y aún lo seguía haciendo. Seguía viviendo SU VIDA. Una vocecita de niña interrumpió este pensamiento. “¡No podemos permitir que el mundo se destruya! ¡Es lindo! ¡Debemos ir y explicárselo a todos!”, exclamó la más joven de las nietas. “Vaya, vaya… parece que tenemos otra aventurera por aquí”, comentó su abuela, y todos rompieron a reír. La charla continuó de manera amena hasta la noche, cargada de infinidad de grandes historias.

A la mañana siguiente, temprano, emprendió el camino a casa de sus tíos, quería descansar allí unos días. Este último viaje le había dejado agotada y sabía que encontraría energía en aquel lugar que había sido testigo muchos sueños y pensamientos. Heredó la finca años atrás y no quiso venderla, de alguna forma se sentía unida a ella. Por suerte, unos vecinos accedieron a vivir allí y ocuparse de los animales y el huerto, a cambio de la producción y de mantener la finca en perfectas condiciones. Casi todo estaba como lo recordaba y aún así lo vio tan diferente… En ese momento lo entendió: “La que más he cambiado he sido yo”, pensó. Avanzada ya la tarde preparó algunas cosas: al día siguiente se iría de excursión. Esa noche, como cuando era niña, también le costó conciliar el sueño, le parecía que se le iba a salir el corazón del pecho.

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Comenzó su recorrido por senderos que conocía de memoria, pero se dio cuenta de que sus pasos eran mucho más lentos que antaño y que no le daría tiempo a regresar si caminaba hasta el lugar que había pensado en un principio. Se sentó a descansar en uno de sus lugares preferidos, al lado del río, y comenzó a almorzar para reponer fuerzas. En ese momento, recordó un pensamiento que cuando era niña le frustraba: “muy pocos libros hablaban de sensaciones”, pensó. Al poco recogió, se levantó y comenzó el camino a casa con la esperanza de llegar antes del anochecer. Esa noche, ya en la cama, también le costó dormir, no se le iba de la cabeza aquel pensamiento que le frustraba de niña

“Muy pocos libros hablaban de sensaciones…” 

Se levantó y se preparó un café. Cogió la taza y, mientras tomaba el primer sorbo, pensó en lo mucho que le habría gustado que su madre le hubiera contado un cuento de niña, porque los cuentos hablan de sensaciones, de experiencias. Y cogió una libreta y bolígrafo, y comenzó a escribir… «LA NIÑA QUE SOÑABA CON RECORRER EL MUNDO».