Escrito por: Miriam Viera.

Han pasado dos meses desde que volví de Grecia. Y ahora saco el valor de volcar en el papel pensamientos, ideas, emociones que desde entonces vienen cogiendo forma. Que desde entonces vienen perdiendo miedo. Al principio sentía la necesidad de escribir, de transformar, de crear, pero algo dentro de mí me lo impedía. Muchas contradicciones, muchas cosas que no podía explicar y que aún ahora tampoco puedo. Lo único que he comprendido es que esta experiencia necesitaba tiempo para acomodarse dentro de mí, para hacerla mía, para poder contarla desde mi propia voz.

Llegué a Grecia un 15 de septiembre sin saber muy bien en dónde me estaba adentrando. Aterricé con mochila y la primera persona que me recibió tenía un par de ojos oscuros y una sonrisa de oreja a oreja. Yo todavía no lo sabía, pero a partir de ese momento esos rasgos y miradas profundas se repetirían cada uno de los días que pasé en ese país.

Polykastro era el lugar al que me dirigía. Un pueblo situado a una hora en coche desde Thessaloniki, la segunda ciudad más grande de Grecia, que está situada en la costa norte. Desde este pequeño pueblo se ven a lo lejos unas grandes montañas de fondo que dejan al otro lado Macedonia, además de estar rodeado de otros pueblecitos encantadores. Llegaba allí para realizar una estancia como alumna en prácticas junto a la organización Open Cultural Center. ¿Por qué Polykastro?

A unos 4.5 km del centro del pueblo, hay un campamento de refugiados. El campamento está situado en un pueblito llamado Nea Kavala. El gobierno, allá por 2016 y después de cerrar el campamento situado en Idomeni (otro pueblo griego más cerca de Macedonia), preparó un terreno para alojar a más de 4.000 personas de las 9.000 que se presentaron en la frontera.  Este lugar donde se situó el campamento Nea Kavala era un antiguo aeropuerto perteneciente al Ejército Griego. No voy a entrar en los comienzos del campamento, pues podéis echar un vistazo a las redes, pero como no, sufrió un par de años la despreocupación y desconsideración del gobierno.

En la actualidad, Nea Kavala lo conforman una hilera de containers, donde viven lxs refugiadxs, y algunas tiendas que han ido poniendo en el último año. Como un pequeño poblado, la calle principal es una vieja pista de aterrizaje y despegue, donde se ven algunas paredes coloridas pintadas por los propios residentes o por visitantes.

La organización a la que llegaba para hacer mis prácticas se situaba fuera del campamento, en el centro de Polykastro. El tiempo que pase allí fue el comienzo del período escolar (septiembre-octubre). Lo que ellos ofrecen durante este periodo son clases de inglés y otros idiomas para niñxs y adultos. Tienen una cafetería donde encontrar un espacio seguro para compartir y conectarse a internet y también un servicio de alquiler de bicicletas para ir del campamento al pueblo.

También a aquellxs refugiadxs que querían asistir a las clases se les ofrecía transporte en coches desde Nea Kavala hasta Polykastro. OCC, junto a otras organizaciones cercanas, gestionaban recursos como apoyo psicosocial, guardería, o abogados que acudían para asesorar sobre temas de asilo.

Todavía recuerdo mis primeros días allí como extraños, intentando ubicarme en aquel lugar donde todo iba deprisa.

miriam viera

A llegar, me dijeron que el día siguiente empezaba dando clases de inglés. ¿Yo clases de inglés? En mi vida había dado una clase de idioma pero todo ocurría muy deprisa y necesitaban cubrir las bajas de  lxs voluntarixs que se habían ido. Fue gracias al resto de voluntarixs del propio campamento procedentes de Siria, Kurdistán, Huwait, etc. y a otrxs de Cataluña, Murcia y País Vasco que me sentí acogida. Dentro de todo el frenesí y la rapidez con la que tenías que captar todo, ellxs estaban dispuestos a escuchar por muy desconocida que fueses. 


Todavía me sigue impresionando cómo es posible haber creado vínculos tan profundos con las personas que conocí allí.

Miriam viera

El contexto era muy demandante: casi siempre sentía que me faltaba tiempo para asimilar todas las historias que me contaban y todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Empecé a leer sobre la guerra en Siria, uno de los motivos principales de los movimientos migratorios a partir de 2015, pero eso me llevo a leer también sobre las historias de otros países cercano Irán, Irak, Kurdistán, Libia… lugares de los que, a día de hoy, todavía muchas personas siguen huyendo de muchos tipos de conflictos que no sólo tienen que ver con las armas, conflictos como el hambre y la pobreza. Intercambiar conversación con las personas en aquel momento ofrecía o más bien añadía a mis lecturas una claridad experiencial muy difícil de tener sólo viendo las noticias. Nadie conoce mejor su realidad que ellxs mismxs.

La cafetería de OCC era para todos un espacio donde sentirse segurx, acompañadx, donde reinaba la calma. Sin embargo, hasta el último día que pase allí sentía una ansiedad latente, una pregunta que no hallaba respuesta para todas aquellas personas. Para mí fue difícil sentir que encajaba, de hecho no sé si en algún momento lo sentí, y no me refiero a sentirme cómoda con las personas pues la acogida fue amorosa desde el primer día. Me refiero más bien al por qué estaba yo allí. 

Yo, mujer blanca con papeles, con todos mis provilegios, con mi DNI en el bolsillo, llegando allí para ayudar. Fue difícil entender qué era lo que me había llevado allí además de doloroso. Ese deseo de ayudar, de salvar al otrx, de ser protectora, de ser madre, de hallar la paz para el resto, ese deseo de salvar el mundo tan propio de ese que puede permitirse “salvar el mundo”. Me sentía culpable.

Cada día que me daba cuenta de las muchas libertades que para mí eran tan normales y de las cuales todxs ellxs carecían.

Por ser de donde son, por ser hombres, por ser mujeres, por tener una cultura u otra, por abandonar un país que arde. Si quería en un par de clics podía estar en varios países diferentes en un mismo día. Sin embargo, ellxs me contaban las historias de cómo atravesaron mar y tierra buscando seguridad. ¿Cómo no sentirse culpable? Eso me preguntaba cada día.

Desde el lugar en el que estaba, ¿cómo iba a entender lo que significaba cruzar una frontera? ¿Cómo iba a entender qué significaba ver tu casa destruirse? ¿Huir sin nada (incluso sin tu familia)? ¿Cómo iba a entenderlo? Pero, sobre todo, ¿Cómo iba a explicarlo?

Desde nuestros privilegios consideramos que es fácil entender, claro que sí. Desde la comodidad qué fácil es decir que puedes ponerte en los pies del otro cuando los tuyos ya están calentitos y sin llagas. Es fácil porque lo experimenté cada día que estaba allí y asentía ante una historia horrenda para luego irme a casa a darme una lucha caliente, cada vez que pagaba en el supermercado, cada vez que me llamaba mi familia, cada vez que sentía la libertad…  ¿Cómo no iba a dejarme aplastar por una culpa aterradora? ¿Acaso no estaba siendo cómplice de aquello?

Miles de contradicciones en la cabeza durante y después de este viaje.

Tenía una niña dentro que sonreía ingenua ante todo lo “injusto” de este mundo creyendo que hay salvación, que hay amor para todxs y que lo arreglaremos. Pero también tenía una niña dentro que lloraba y se volvía dura como una roca porque el mundo, que creía justo y amable, estaba roto ¿qué nos queda por acoger? Muchas veces me empeño en buscar las razones a todo para darme explicaciones razonables para entender el mundo. Muchxs lo hacemos, pero esta vez no me funcionaba. Dolía, lloraba, reprimía… hasta que entendí que tenía que callar tanta teoría y razonamiento y escuchar lo que decía mi corazón.

Un corazón herido por lo que vio, escuchó y sintió. Un corazón que estallaba en llanto de impotencia: ¿por qué tanto sufrimiento? ¿Cuál es el aprendizaje de tanto odio y destrucción? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Así me convertí en una sonrisita andante y lo triste, lo guardaba para mí, todo ese dolor y sufrimiento que nunca fue mío lo cargué en mi mochila y ahí lo he llevado durante meses, y a veces sigue pesando.

Quizás podría decir que me era fácil desapegarme del dolor que tenía a mí alrededor, pero sé que no es verdad.

Quizás podría decir que hay que vivirlo para saber lo que es, pero eso no es verdad

Quizás podría decir que con una sonrisa todo se arregla, pero eso no es verdad.

Quizás podría decir que hay que ser fuerte para afrontar situaciones así, pero eso no es verdad.

Quizás podría decir que el amor salvará al mundo, pero ya no sé si eso no es verdad.

MIRIAM VIERA

Era vulnerable, sobre todo allí, y ese mundo desmembraba con crudeza una realidad que no es agradable de ver, una realidad de la que todos participamos y de la que todos somos cómplices cuando elegimos no prestar atención. Cuando elegimos decir que nos quitan el trabajo, cuando no apostamos por la interculturalidad, cuando mantenemos ideas racistas y fascistas (y somos cómplices de quienes las tienen), cuando los tratamos como si fueran cuerpxs sin voz que necesitan ser salvadxs, cuando no les damos los espacios que necesitan, cuando tratamos nuestra vida como si fuera un tesoro, pero participamos en la fiesta que roba a otros países y utiliza a sus gentes como carne de cañón.

El bloqueo que he sentido estos meses no es más que la carga de un dolor muy grande que no me pertenece, que poco a poco empiezo a soltar pero del que también necesito hacerme responsable. También de la rabia e impotencia contenida de un globo gigante de desgracia e injusticia y no tener un alfiler para reventarlo. Las palabras me ayudan a desbloquearme, a soltar la frustración y la ira. A desapegarme de las cargas que no son mías y de la injusticia que no sale de mi mano. Escribir me ayuda a escucharlos y hacer caso a las emociones que portan y me contagian, ésas que no necesitan tanta teoría para ser entendidas.

Hace poco esa sensación ha ido menguando, he ido (y sigo) luchando contra ella por ser también un legado heteropatriarcal muy fuerte sobre las mujeres. Pero también va desapareciendo conforme me reconozco con todos mis privilegios. De entender que no quiero ser la blanca que va a salvar el mundo con su voluntariado pagado, con su cuota cada mes financiando empresas llamadas de ayuda humanitaria. 

Desde este lugar privilegiado estalla un grito. Un grito que no es mi voz, sólo la voz de otros. 

Miriam viera-

Escuchar y transmitir. Dar voz a las historias que ellxs tienen que contar. Yo puedo contar lo que viví y lo que experimenté pero ellos eran los protagonistas, yo sólo estaba tras una lente llamada occidental (entre muchas otras). No quiero adueñarme de su voz, ni de sus penas, ni de la culpa. La mesa seguirá puesta, para compartir y enseñarnos lxs unxs a lxs otrxs, desde nuestro lugar,  con el respeto que nace del corazón.

Todas las historias que me contaron en el coche de vuelta al campamento, cómo dejaron sus casa, sus familias, sus hijxs, cómo cruzaron a Turquía, cómo perdieron los zapatos, cómo los trato la policía en las fronteras, cómo cambiaron sus fechas de nacimiento para no ir al ejército, cómo vieron a otrxs morir, cómo vivía en las islas, en sus países, cómo esperan sus papeles, cómo lo consiguieron, cómo viven, de dónde vienen, quiénes son

Honrando las historias de los otrxs es como las mantenemos con vida. Esta historia no es mía. Yo solo fui una espectadora, pero ¡UALA! la mantendré en la memoria y la contaré a mis nietos y al que tenga la disposición de escucharla. Ahora comprendo que quizás no tenga un alfiler, pero después de un tiempo y con vuestra ayuda, floreció una rosa llena de espinas.

Gracias a todas. A las niñas, a los niños, a las mujeres, a los hombres, a las familias, a los voluntarixs. Gracias a Fran por acompañarme y encender algunas luces que me ayudaron a entender. A todas la personas que conocí estos meses, grandes maestrxs, por mostrarse y abrirse, por el apoyo, por las conversaciones.

Gracias. Gracias. Gracias…

 

Si quieres conocer más sobre la organización Open Cultural Center, puedes hacerlo aquí.

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