Escrito por: Mariana Ivonne Ruíz Villagómez.

A Madrid la llevo encarnada desde que se convirtió en la primera ciudad que me vio con el corazón latente de dolor, melancolía y desánimo de lo que pudo haber sido un gran viaje.

Me vio arrastrar los pies mientras intentaba llenarme de sorpresa al ver sus majestuosos edificios blancos, caminando por el «Barrio de las letras» donde viví el infierno del hastío, la desesperación por encontrarme y la soledad que sentí al verme sentada en una plaza mientras observaba a los españoles pasar, así como a la vida misma.

Fue la ciudad a la que le conté lo que había traído de tierras lejanas, los sueños, los miedos, las alegrías, pero también fue la ciudad a la que le dejé miles de huellas de mis pies recorriendo sus calles, las lágrimas, los recuerdos y bueno, hasta le dejé aquel celular que me robaron en el tren.

Madrid me recordó aquello que había olvidado desde hacía buen rato, a .

Me enseñó lo sanador de caminar escuchándome, la soledad que se puede sentir al cenar, el insomnio por no poder dejar de pensar, lo pesado de recorrer el «Barrio de Lavapies» con una maleta llena, las ganas de querer llorar por tener frente a mí a la majestuosa «Puerta de Alcalá», pero sobre todo, me mostró la maravilla de vivir soltando la pérdida y el miedo para reencontrarme mientras hacía aquello a lo que llaman «viajar». Viajar con el corazón roto.

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