Escrito por: Sol Cóccaro.

Todos escuchamos alguna vez de un barrio sin agua potable, de un pueblo al que no le llega el agua caliente, de las condiciones precarias de un baño, pero pocos hemos vivido eso en la cotidianidad.  En M’Hamid El Ghizlane estuve más de una semana, viviendo con una familia francesa instalada allí desde hacia dos años.

 

Es un pequeño pueblo ubicado a poco menos de 100 km. al sur de Zagora, en el Valle del Draa. Un oasis rodeado de palmerales, entre calles de tierra y pibes en la calle jugando a la pelota. El Draa es el río más largo de Marruecos pero por estas zonas está completamente seco por falta de lluvias.

El problema del agua se hace cotidiano y cada vez más duro. Las huertas urbanas a los costados de las casas quedaron quietas en forma de intento. Sin agua nada crece, todo se abandona. Tan abandonado como olvidado está ese pequeño punto en el mapa.

El baño se vuelve ritual. Los hombres por su lado, las mujeres por otro, por supuesto. Ellas, sólo dos veces a la semana tienen la oportunidad de ir a un sitio donde juntas compartirán el agua caliente durante horas.  Mi experiencia de ir al hamman fue de las más intensas por su extrañeza.

Desde el día que que saqué el pasaje a Marruecos supe que una de las vivencias más distintas a todo el resto de mis viajes estaría relacionada al lugar, con las mujeres en esa sociedad. La curiosidad de verlas, las ganas de comunicarme, la intriga de lo desconocido. Todo era parte de mi ansiedad viajera, de esa búsqueda de lo común en lugares tan ajenos.

El hamman era un cuarto de no más de 6 metros de largo y 3 de ancho donde habia muchas mujeres bañándose. Era un simple baño y acaso sentí resistencia. Me sentí tímida, me sentí absurda. Me sentí tan occidental ahí como no queriendo mostrarme, como queriendo conservar mi metro cuadrado de individualismo seguro. «Al carajo con la compostura, las tetas al aire, la mirada segura» dice una hermosa canción. Así estaban todas ellas en el lugar más conocido a la libertad para las mujeres marroquíes. 

Me sentí tan occidental ahí como no queriendo mostrarme, como queriendo conservar mi metro cuadrado de individualismo seguro.

«Al carajo con la compostura, las tetas al aire, la mirada segura»

Ninguna de las seis mujeres presentes hablaba otro idioma más allá del árabe, y eso hacía posible solo una comunicación corporal, y unas miradas de entendimiento y abrazo femenino

Ellas pasaban su momento de silencio y yo en silencio vivía todas las sensaciones e imaginaba que ellas podían sentir. Mi perspectiva occidentalizada de derechos humanos y feministas seguramente lejos estaba de lo que pudieran estar pensando.

El  término árabe hajaba del cual surge uno de los velos más usados (hiyab)  significa esconder, ocultarse de las miradas.

En mi estadía de un mes y medio en Marruecos fue el único sitio donde pude verlas despojadas de esos ojos represivos y acusadores. Sin burka ni velo de ningún tipo, ahí, entre baldes y jabón negro de aceite de oliva. Solas, desnudas conversando entre ellas, desprendían de sus poros ganas de no salir ni dejar que el agua deje de tocar sus pieles.  Estaban hermosas, mujeres sueltas, tan distintas de cómo se ven por las calles, tan cuidadosas de sí mismas, tan naturales con sus tetas al aire.

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