Escrito por: Pepa Astillero.
Después de 37 años en la enseñanza había llegado el momento de decir adiós y a mis 60 años en enero de 2016 decidí viajar al Sudeste Asiático.
A través de Facebook conocí a Graciela, una abogada argentina dos años mayor que yo que planeaba su viaje a Tailandia. Hicimos coincidir nuestras fechas y nos encontramos en un hotel en Bangkok.
Sin descansar nos fuimos a recorrer los alrededores. En un supermercado conocimos a un holandés, de fiar. Nos acompañó a tomar unas cañas y nos presentó a un grupo de personas de seis nacionalidades diferentes. Esto nos ayudó a perder un poco el miedo a lo desconocido. Teníamos cuatro días para conocer Bangkok.
Las mañanas las dedicábamos a los lugares más populares como el Grand Palace, el Wat Pho con el Buda reclinado más grande de Tailandia, el Wat Arun o Templo del Amanecer (construido con mármol blanco de Carrara), etc.
Por las tardes intentábamos buscar el Bangkok más genuino. Nos movíamos con barcazas por el río Chao Phraya por el mero placer de observar su manera de vivir, los mundos antagónicos existentes en sus orillas, lo tradicional y lo moderno. Había largas hileras de «barcazas», como si fueran trenes acuáticos, que utilizan para el transporte de mercancías. Restaurantes fluviales llenos de mesas y sillas desordenadas, destartaladas, aceitosas… en las que no se reserva sitio y los espacios son ocupados por quien los necesita.
En un lugar de estos conocí a una doctora americana, pediatra jubilada, que se iba a hacer un voluntariado de seis meses a Laos y un mes más tarde nos volvimos a encontrar en Luang Prabang.
Nos movíamos con los tuk-tuks cuyos conductores, extremadamente hábiles, sorteaban toda clase de obstáculos, para poder hacer el mayor número de carreras posibles y aumentar sus ganancias.
Subimos en el Metro Aéreo o Skytrain desde la primera estación hasta la última. La ciudad vista desde arriba ofrece una perspectiva realmente diferente. Se siente una sensación rara y a la vez apasionante. Me gustó.
Callejeábamos sin rumbo fijo. Una tarde noche llegamos a Chinatown, probablemente uno de los barrios más populares de la ciudad, repleto de multitud de tiendas de souvenirs, restaurantes…Los puestos callejeros, de comidas, exhibían la oferta de sus productos. Las aceras estaban repletas de pequeñas mesas y taburetes. Personas en continuo movimiento, tuk tuks, taxis, coches, música, etc. Creando un sonido envolvente difícil de identificar.
Visitamos MBK, centro comercial gigantesco, la zona de Silom, Khao San Rhoad con multitud de mochileros deambulando de aquí para allá… En este ambiente caótico y pintoresco vimos por vez primera los insectos comestibles. No tenían mucho éxito. Los vendedores hacían pagar por hacerse la foto. Nosotras probamos un masaje de peces.
Visitamos el mercado flotante local Talin Chan Pier y en él vivimos un domingo inolvidable. Lo recorrimos en barca. Conocimos sus merenderos, sus comidas, sus músicos, sus instrumentos musicales…
En un minivan dejamos Bangkok para dirigirnos al Parque Histórico de Ayutthaya, Patrimonio de la Humanidad. Con un guía recorrimos las ruinas de Ayutthaya. Como las casualidades abundan en los viajes, resultó que el guía había vivido en España y tenía una casa en la ciudad en la que yo había ejercido de maestra durante más de 25 años.
Al anochecer las ruinas arqueológicas iluminadas te transportan a un mundo fantasmagórico. Tuvimos la suerte de coincidir con un encuentro de monjes budistas. En fila y en silencio iban en peregrinación hacia el gran templo. Ambos lados del camino estaban repletos de devotos arrodillados que lavaban y besaban los pies de los monjes.
Visitamos el mercado bajo un sol insoportable. Hacía tanto calor que decidimos irnos a un centro comercial para estar fresquitas. Quisimos volver al hotel en un tuk tuk. En la parada una señora se ofreció a llevarnos. Indudablemente que no aceptamos. Llegó su marido, nos mostró sus credenciales de fuerzas del estado. Accedimos y llegamos al hotel en un super coche con aire acondicionado.
Abandonamos Ayutthaya en el tren nocturno rumbo a Chiang Mai. El supervisor, muy profesional, era una persona grande, fuerte, alta de sexo indefinido. Nos sentíamos como adolescentes contentas de poder vivir esta maravillosa aventura a nuestra edad.
En Chiang Mai, nos alojamos en el casco antiguo dentro de las murallas. Visitamos sus maravillosos templos: Wat Chiang Man, Wat Sri Suphan (templo de plata), Wat Phra Woramahawihan, Wat Chedi Luang… Recorrimos sus callejuelas. Encontramos una galería de arte en la que había una exposición de composiciones artísticas elaboradas con hilos de seda… Espectaculares los mercados nocturnos.
A doce kms de la ciudad y subiendo 309 peldaños se llega al templo Wat Phra That Doi Suthep con un bellísimo templo dorado.Los monjes entonaban sus cantos. Las vistas de la ciudad, de noche,con miles de luces encendidas eran increíbles.
Visitamos el Inthanon National Park e hicimos un Trekking por la selva con altísimos árboles, cascadas, una flora diferente a la nuestra. Me llamó la atención la delicadeza del guía pues, con su botella de agua, regaba las plantas más necesitadas.
De Chiang Mai volamos a Bangkok y de Bangkok a Krabi. En Krabi visitamos lugares verdaderamente paradisíacos con espectaculares acantilados. Playas de arenas blancas y aguas de un azul turquesa intenso. Para mí perdían parte del encanto por el número tan elevado de turistas, embarcaciones, vendedores ambulantes, músicas estridentes… que todo lo contaminaban.
Si quieres seguir leyendo sobre la experiencia de Pepa en otros países del sudeste asiático puedes hacerlo en el siguiente post: Mi experiencia por el sudeste asiático parte II: Camboya.
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